“LA NIÑA DE HUELVA”, VEINTE AÑOS EN EL RECUERDO

Jacinto A. Cruz Peláez

Consiliario primero

Veinte años hacen ya desde que nos dejó Manuela Sánchez Rodríguez, “La Niña de Huelva”, para marcharse al Cielo con la Virgen, al lado de su Esperanza, a la que tanto quiso hasta el final de sus días. Se fue como ella quería: sobre un escenario, el del Palacio de Congresos de Sevilla, mientras representaba a su tierra en la Feria Mundial del Flamenco, la tarde del sábado seis de octubre del dos mil uno; cantando el estribillo del fandango que mejor se había interpretado hasta ese momento en el recital, y diciéndole al público en su inesperada y repentina despedida: “porque a Huelva yo la quiero”. Desconozco el estilo que estaba cantando en aquel momento, aunque ella conocía y dominaba todos los fandangos de la provincia y los de la capital, de forma ortodoxa y personal. De lo que sí estoy seguro, es de que en el último “quejío” de su preciosa voz estaban el eco profundo de Rengel y de Paco Isidro, por los que sentía especial predilección.

Aunque su alma partió un día y medio después, fue aquella tarde de otoño cuando su voz se apagó y se fue a la gloria de los buenos flamencos, de los insignes onubenses y de tantas personas que han hecho grande a nuestra Hermandad con sencillez, con un amor sin tapujos y con una devoción inconmensurable a sus titulares; pues, como ella decía siempre cada vez que le preguntaban: la Virgen de la Esperanza y la Hermandad eran toda su vida e iría unida a ellas, como así fue, hasta su marcha de este mundo.

Me ha correspondido a mí la ocasión de escribirle, con admiración y nostalgia, a la que ha sido la mejor saetera que ha tenido la Hermandad de San Francisco y la Semana Santa de nuestra Ciudad. Porque “La Niña de Huelva” fue una hermana y una camarista ejemplar, pero lo primero y lo más importante fue el amor que esta mujer demostró a través de su oración cantada a nuestro Cristo y a su Esperanza, durante cincuenta y dos años, todos los Miércoles Santos; tanto en los actos en los que era requerida por su Cofradía, como en cualquier otro organizado por terceros, dentro y fuera de su tierra, en los que, cada vez que cantaba saetas, e incluso en las letras de sus fandangos, siempre estaba presente su Esperanza bonita por la que perdía el corazón.

La conocí por primera vez cuando era un niño, durante su larga etapa de paréntesis profesional, mientras le hacían una entrevista en Radio Peninsular (Radio Nacional de España), y como colofón de la misma, de manera informal e improvisada, le acompañé a la guitarra por fandangos. No se me olvidará nunca su sonrisa, ni la dulzura y la personalidad de su voz. Ya sabía de su magnífica trayectoria profesional durante su juventud, recorriendo con sus actuaciones nuestra provincia, Andalucía y España, con las mejores compañías flamencas de la época; y llevando el nombre de Huelva y el de sus cantes por donde iba. Después, en la plenitud de su vida, cuando volvió a retomar su actividad profesional, llegó a representar a Huelva al otro lado del Atlántico, dejando la estela de su expresión musical en Cuba, país que le marcó y en el que quiso compartir lo imposible a través de su voz.

Tuve la oportunidad de vivir con ella inolvidables ratos de cante y guitarra, en reuniones de flamenco cabal con amigos comunes. Siempre me sorprendió su afición y su profesionalidad; su profundo conocimiento de todos los palos del flamenco; sus facultades y su respeto a la tradición; pero a la vez, su manera única y moderna de cantar y, sobre todo, su inquietud por aportar algo nuevo y dejar su impronta a través de los sonidos de su voz. Eran inconfundibles sus melismas, influenciada por las formas de su admirado Enrique Morente; las notas de su garganta y los recursos vocales que expresaba de manera inigualable, especialmente en sus saetas.

 Su devoción por la Virgen de la Esperanzase fraguó en la Casa de la Santísima Trinidad, nuestro onubensísimo y desaparecido Brasil Grande, tan vinculado a la historia de la Hermandad desde finales del siglo XIX, cuando ya la Cofradía pasaba por la puerta de aquel gran patio de vecinos. Y desde que empezó a ser habitada allá por el año 1893, hasta su desaparición en 1969,aquella bendita casa siempre fue ejemplo de humildad y grandeza en el corazón de sus moradores, de religiosidad, fervor, dinamismo, limpieza, exorno y decoro;  pues aquel lugar se convertía en templo devocional de cuantos actos religiosos acontecieron en la feligresía de su época: el recibimiento a Jesús Sacramentado en su visita a los enfermos impedidos, en la visita de la Virgen de Fátima a Huelva, en la procesión del Sagrado Corazón de los Padres Jesuitas, en las Cruces de Mayo y como no, en el acogimiento a nuestra Cofradía todos los Miércoles Santos. Y fue allí, imbuida por las palpitaciones humanas y las caricias del alma de aquella bendita casa, cuando la Niña de Huelva, con tan solo ocho años, subida sobre una silla, en la puerta de su Brasil, le cantó por primera vez una saeta a la Virgen de la Esperanza. Allí nació su compromiso con sus Titulares y con su Hermandad. Esas mismas caricias del alma de la que fue su casa, le acompañaron durante todos sus días, por eso con el paso de los años, Manuela Sánchez necesitaba vivir arremolinada con las mujeres del Brasil el sentimiento de ver pasar a su Hermandad y a su Esperanza a la altura del Hotel Tartessos.

No soy yo el más indicado para hablar de los inolvidables momentos vividos cuando la Niña de Huelva le cantaba saetas a su Cristo y a su Virgen en su procesionar. De eso, podrían escribir un libro las grandes personas de nuestra Hermandad: las que ya no están y las que todavía viven; desde las más ilustres hasta la más humildes. Pero lo que puedo asegurares que, durante esos cincuenta y dos años, las saetas de la Niña de Huelva en el discurrir de nuestra Cofradía han sido un verdadero acontecimiento devocional para la Hermandad y para la Semana Santa de Huelva. De niña en su Brasil; y durante los años de estancia de la Hermandad en la Merced, en aquellas memorables recogidas, desde el balcón de la casa de la familia Segovia, en el número 35 del Paseo de la Independencia. Este verano durante una maravillosa tertulia con mi querido amigo José María Segovia Azcárate tuve la oportunidad de comprobar el significado de aquellas saetas para su familia, para la Hermandad y para Huelva, y que el mismo describe de forma cariñosa y entrañable en su precioso libro “La Vega Larga, mi barrio”.

Sin embargo, el balcón en la casa número cuatro de la Calle Miguel Redondo, es el que atesora mejor todos sus recuerdos, perpetuados en el azulejo con el que la Hermandad la homenajea permanentemente. Desde los más antiguos, aquellos que evocan a la humilde gente marinera de antaño que vivía en esa calle y sus alrededores cuando se fundó la Hermandad; hasta los de los años más actuales y esplendorosos; los de la vuelta de la Cofradía a su barrio, a su templo propio; los de la concesión de la Medalla de la Ciudad, los de la Coronación de la Virgen, y los de tantos Miércoles Santos que se han quedado grabados en la memoria de nuestros sentidos. Sus saetas allí se vivían con especial devoción, nos hacían comprender mejor la gracia divina del Señor de la Expiración a su paso y nos hacían sentir con más fuerza el profundo consuelo de los ojos de la Virgen de la Esperanza cuando la miras de verdad, como ella la miraba cuando cantaba. En una ocasión, cuando le preguntaron lo que ocurría cuando le cantaba a la Esperanza en el balcón de Miguel Redondo dijo: “el corazón lo tengo en la boca y aunque siempre tengo el reto de hacerlo lo bien que ella se merece, cuando salgo a cantarle estamos sólo Ella y yo”.

 Desde su fallecimiento, cada Miércoles Santo, el balcón de la Niña de Huelva aguarda con el reclamo de su voz a que alguien tome verdaderamente el testigo y siga su ejemplo de compromiso y devoción que ella demostró a su Cristo y a su Virgen durante toda su vida.

Dios te Salve María de la Esperanza, y Salve siempre su recuerdo, el de tu mejor saetera. Y aunque “La Niña de Huelva” es historia viva de nuestra Ciudad y de nuestra Cofradía; hoy, veinte años después, mi oración y la de su Hermandad son para ella.


Fotografía tomada por Hermosín, el Miércoles Santo día 29 de marzo de 1961, en la casa de Manola Sánchez, cuando vivía en la Calle Valencia y la Hermandad pasaba por su puerta. Ese año, una vez terminó de cantar la última de sus saetas, la Junta de Gobierno pasó dentro de su casa, para hacerle entrega de un cuadro de su Virgen de la Esperanza, en agradecimiento por su amor y entrega a la Hermandad.
Manola tenía entonces, 20 años, y por aquellas fechas había donado su vestido de bodas a su Virgen de la Esperanza. En la fotografía podemos ver, en primer plano, a destacados hermanos que son hoy historia viva de la Hermandad. En primer plano y de izquierda a derecha, podemos ver a D. Manuel Escobar, D. Atilano Prieto Mateos (Hermano Mayor), Manola Sánchez, D. Braulio Lérida, y D. José Jurado.
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