El nombre Esperanza, como sinónimo de luz que ilumina, de madera que salva, de manto que cubre, de sal que hace posible resistir en un mundo repleto de injusticias está en nuestras vidas desde todos los amaneceres y en todas las culturas.

Esta advocación sagrada es el símbolo de la resiliencia, de la fe, del mirar más adelante, del futuro, de creer en lo que parece imposible, porque a ella, representada en esta imagen bellísima, de verde y mieles, hemos acudido cuando las penas llegaban, cuando el fracaso rondaba, cuando el desánimo había pretendido apropiarse de nosotros.

Quienes creemos en la Esperanza somos un ejército armado con la mejor coraza, con la única munición capaz de resistir al mal, a las desgracias, a las antiguas pestes, a las enfermedades nuevas, a los problemas familiares, a las guerras que no nos son ajenas. Ante todo eso está la imagen de Nuestra Señora cogiéndonos la mano y, como madre nuestra que es, arropándonos y dándonos fuerzas.

Porque frente a la desigualdad nos asiste la Esperanza, frente a la violencia nos asiste la Esperanza, frente a la trata de personas nos asiste la Esperanza, frente a la explotación laboral nos asiste la Esperanza, frente a la persecución de cualquier minoría nos asiste la Esperanza, frente a las violaciones de los derechos humanos nos asiste la Esperanza, frente al uso militar de la infancia nos asiste la Esperanza, frente a la discriminación por raza, edad, identidad sexual u opinión nos asiste la Esperanza; frente a la castración nos asiste la Esperanza, frente a los matrimonios forzados nos asiste la Esperanza, frente a la corrupción nos asiste la Esperanza, frente al racismo nos asiste la Esperanza, frente a los sobornos nos asiste la Esperanza, ante quienes pasan hambre nos asiste la Esperanza, frente a los privilegios incontrolados nos asiste la Esperanza, frente a la falta de acceso a la educación nos asiste la Esperanza. Nos asiste y nos consuela, porque conocemos las injusticias pero pensamos, gracias a la Esperanza, que un mañana mejor será posible.

Esperanza es una palabra que curiosamente aparece en casi todas las culturas y siempre con un sentido vivífico.

En “Los Trabajos y días”, el poema de Hesiodo, escrito unos setecientos años antes de Cristo, aparece el mito de Pandora, que narra que llevaba con ella una caja que, según mandato de Zeus, no debería abrirse bajo ningún concepto; pero la venció la curiosidad y, tras robar la llave del escondite donde la había puesto su marido, la abrió y de su interior se escaparon todos los males y desgracias que podían afectar a la humanidad: guerras, hambre, sufrimiento, ira, envidia y egoísmo. Cuando quiso cerrarla ya era tarde, aunque había algo que no había salido de la caja y era la Esperanza. De esta manera, los hombres, aun en medio de todas las desgracias, podían seguir contando con la Esperanza.

También en la Odisea, en el canto XVI, Ulises llega a Ítaca disfrazado de mendigo y allí dice a su amigo Eumeo, que no lo ha reconocido: “aún queda la esperanza de que Odiseo pueda regresar”. Y siguiendo con la literatura de la antigüedad, a otro rey que regresa de Troya, Agamenón, en la tragedia homónima de Esquilo, también le aguardan algunos con ilusión. El heraldo que anuncia su llegada confiesa jubiloso: “¡Se me ha cumplido una esperanza entre otras tantas que me fallaron!” Y, aunque los finales sean contrarios, a ambos se les aguardaba con esperanza.

También aparece en “La epopeya de Gilgamesh” (2500-2000 a.C.), que es el poema épico más antiguo que se conoce. Y en la Biblia en José, Daniel, Esther y, como ejemplo más cierto en el propio caso de María que espera, que acata y que sueña.

En la literatura española los ejemplos son numerosos, aunque hay un soneto de Hernando de Acuña, del siglo XVI, que empieza así: “Un tiempo me sostuvo la esperanza”, que merece la pena destacar porque sin Esperanza, sin ella, sin Ella no somos nada.

La etimología de esperanza proviene del latín, “sperare”, que significa tener “spes”, que solo se posee cuando se sabe que lo que ha de venir vendrá, que la desdicha acabará, que el final, si ha de haberlo, será más dulce, que no tendremos que pintar nuestras puertas con sangre de cordero, como cuenta el “Éxodo”, porque nuestra salvación está en Ella.

Y es que pertenecer a la Hermandad de San Francisco, saber que el Cristo que expira en la cruz transita y no muere, sino que nace y anuncia una nueva realidad; coincidir en la mirada de Nuestra Señora del Mayor Dolor en la congoja incomparable, sin nombre, que es la de una madre que ve al hijo en su último suspiro; y tener en el frontal de nuestros corazones la certeza de que la Esperanza nos ayudará, nos consolará, nos hará más fuertes, más capaces, más enteros, más dignos de nosotros mismos es un bálsamo único para afrontar el devenir de nuestra historia y de la Historia, las tristezas del pasado y la posible agonía de un futuro incierto, como se nos presenta hoy.

Esperanza es la palabra, es la justificación, el salvavidas, la razón; Esperanza es creer en la redención, es creer que se rogará por nosotros los pecadores en la hora de nuestra muerte.

Esperanza es saber que lo que puede llegar, llegará; que el nombre de Nuestra Señora es la garantía de que no estamos solos, de que todo también puede mejorar y, por eso, un día como hoy, 18 de diciembre, también es la onomástica de todos, porque la Esperanza habita en nuestros corazones desde siempre y para siempre.

Juan Andivia Gómez

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